Ing. José M. Pinto

 

La Iglesia, comunión viviente que transmite la fe de los apóstoles, es el lugar de nuestro conocimiento del Espíritu Santo. La Iglesia no es un club de reuniones; no nace porque los apóstoles hayan sido amigos o vecinos; ni porque hayan convivido juntos por tres años; ni siquiera por su deseo de continuar la obra de Jesús. Lo que hace y constituye como Iglesia a todos aquellos que “estaban juntos en el mismo lugar” (Hechos 2,1), es que “todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (Hechos 2,4).

 

Antes de ofrecerse como sacrificio, Jesús hizo una promesa de asistencia a la iglesia naciente,  Jesús le dice a Simón, quien había sido llamado anteriormente por Él Κηφᾶς – kēfas, arameico para Roca y que en griego significaba Πέτρος – Petros (Juan 1,42),  que las puertas del Hades no prevalecerían contra la Iglesia [ἐκκλησίαν – ekklēsian] (Mateo 16,18). Aquí vemos como Cristo promete que las fuerzas del infierno sucumbirán ante el empuje de la Iglesia, esas puertas que resguardan al pecado no prevalecerán ante la fuerza del Espíritu Santo.

 

El día antes de la pasión, Jesús manda a preparar el salón superior de una sólida casa que se encontraba seguramente entre árboles altos de la zona en el lado sur de la montaña de Sión, llamada la casa del Cenáculo; allí se reúne con sus discípulos y hablándoles en su discurso de despedida del Espíritu Santo les dice:

 

·        Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor [παράκλητον – paraklēton: aquel que es invocado], que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad [πνεῦμα τῆς ἀληθείας – pneuma tēs alētheias]. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él” (Juan 14,15-21).

 

·        Pero el Paráclito, el Espíritu Santo [πνεῦμα τὸ ἅγιον – pneuma to agion], que el Padre enviará en mi nombre, El os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan 14,26).

 

·        Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy os lo enviaré. El convencerá al mundo en lo referente al pecado” (Juan 16,7-8).

 

·        Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa [ἀληθείας – alētheias]” (Juan 16,13)

 

·        El me dará gloria” (Juan 16,14).

 

De manera que el Espíritu Santo es de hecho el don que Jesús ha pedido y continuamente solicita al Padre para sus discípulos; es el primer y principal don que regaló a la Iglesia con su Resurrección y Ascensión al Cielo. Es así como en el día de Pentecostés (Hechos 2,1-47), la Iglesia, surgida de la muerte redentora de Cristo, se manifiesta al mundo, por obra del Espíritu Santo. Se hizo patente  cuando vino el Espíritu Santo y los Apóstoles comenzaron a dar testimonio del misterio pascual de Cristo.

 

En efecto, Él no se limitó a atraer oyentes y discípulos mediante la palabra del Evangelio y los milagros, sino que también anunció claramente su voluntad de "edificar la Iglesia" sobre los Apóstoles, y en particular sobre Pedro (Mateo 16,18),  a quien  le dice además que le entregará las llaves del Reino de los Cielos y dará autoridad plena para gobernar: “lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mateo 16,19).

 

Darle las llaves, atar y desatar, significa entregarle la autoridad sobre la Iglesia con el poder de gobernar, de permitir y prohibir.  Pero no se trata de un gobierno como los del mundo sino en función de servicio por amor: “el mayor entre vosotros sea el último de todos y el servidor de todos” (Mateo 23,11). Su ministerio se sostendrá gracias al poder de Cristo; quien ora por él: “He rogado por ti para que tu fe no desfallezca. Cuando te conviertas, confirma a tus hermanos” (Lucas 22,32). Luego de la resurrección es a Pedro a quien Jesús reconfirma la dirección del rebaño: “Apacienta mis ovejas” (Juan 21,15-17).

 

Es así como la misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo (Efesios 1,22-23) y templo del Espíritu Santo (1 Corintios 3,16-17). Jesús anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: “Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Juan 6,56). El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo; les manifiesta al Señor resucitado; les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección; les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que den “mucho fruto” (Juan 15,5.8.16).  Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión con el Padre (Juan 10,30) en el Espíritu Santo (1 Corintios 12,12-13.27-28).

 

De manera similar al grano de trigo que germina y brota, echa tallo y espiga, y permanece siempre trigo, así la Iglesia ha ido desarrollando de distintas maneras su esencia en un proceso histórico, pero permaneciendo siempre igual en sí misma. Su carácter como magnitud histórica estriba en último término en la encarnación del Logos [λóγος – lógos: la palabra] y en la entrada de éste en la historia humana; pero, sobre todo, en que Cristo quiso que la Iglesia fuera comunidad de hombres (el pueblo de Dios) bajo la dirección o gobierno de hombres (colegio apostólico, episcopado, primado) y la hizo así depender del obrar humano y, también, de la flaqueza humana. Sin embargo, como le prometió a Pedro y demás apóstoles, no la abandonó a su suerte. Su principio vital, que trasciende a la historia, es el Espíritu Santo que la preserva de error guiándola a la verdad completa (Juan 16,13); crea y mantiene en ella la santidad y la puede acreditar mediante milagros. Su presencia y acción en la Iglesia y en cada uno de nosotros puede deducirse por efectos históricamente comprobables, mas en sí misma es objeto de fe. De la acción conjunta de este factor divino con el humano, en el tiempo y el espacio, surge la historia de la Iglesia.

 

Vemos pues que la vida e historia de la Iglesia en la tierra no comenzó con la encarnación del Verbo Divino, ni con la elección y misión de los apóstoles, sino con la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente de Jerusalén en la mañana de Pentecostés. Esta terminará con la segunda venida de Cristo. Dentro de estos límites extremos se pone en evidencia la vida de la Iglesia y todas sus manifestaciones. Manifestaciones externas, como su propagación por el orbe de la tierra (misión o evangelización), su relación con las religiones no cristianas y con las confesiones cristianas eclesiásticas separadas de ella (ecumenismo) y su relación con el Estado y la sociedad (política y sociología eclesiástica); manifestaciones internas, como la formación y fijación de la doctrina de la fe por obra del magisterio y con ayuda de la ciencia teológica que son un escudo contra la herejía, anuncio de la fe por la predicación y la enseñanza, realización de su naturaleza sacramental por la celebración de la liturgia y administración de los sacramentos, preparación de esa misma realización por la cura de almas y el ejercicio de la beneficencia cristiana, elaboración de la constitución de la Iglesia como pilar y sostén para el ejercicio del magisterio y ministerio y, finalmente, irradiación del trabajo eclesiástico sobre todos los órdenes de la cultura y vida social humana.

 

Para terminar este corto análisis de la Iglesia y el Espíritu Santo, veamos en palabras de nuestro Señor la siguiente advertencia: El que os escucha a vosotros, me escucha a mi; y el que os rechaza a vosotros me rechaza a mi; y el que me rechaza a mi rechaza al que me ha enviado” (Lucas 10,16).  Por tanto tengamos presente la enseñanza del apóstol San Pablo a la iglesia de Éfeso: “Hay un sólo Señor, una sola fe, un sólo bautismo” (Efesios 4,5) y cumplamos entonces su exhortación: “mantengan entre ustedes lazos de paz y permanezcan unidos en el mismo espíritu [πνεύματος – pneumatos: aliento]” (Efesios 4,3).

 

Referencias:

 

1.     http://biblos.com/   Página de Internet para la búsqueda, lectura y estudio de la Biblia en diversos idiomas.

2.     Catecismo de la Iglesia Católica, edición San Pablo 2000.

3.     Oración, oración, oración.

4.     Estudio, estudio, estudio.

 

 

 

Correo del autor: josemanuelpintodiaz@gmail.com