SOMOS SALVADOS MEDIANTE LA FE, EN LA ESPERANZA Y LA CARIDAD
(Ing. José Pinto – 16/02/2024)
El Apóstol San Pablo nos dice lo que es la fe que viene de la Revelación en la que rebasamos los
límites del saber humano pues supera la realidad accesible a nuestra capacidad de saber [a esta la
denominaremos simplemente fe, para diferenciarla de la fe natural de la cotidianidad de la vida del
hombre en la que participamos confiadamente o no del «saber» de otros].
Nos dice el Apóstol Pablo:
«Es, pues, la fe [griego “pistis” (πίστις): la creencia] la certeza [griego “hipóstasis” (ὑπόστασις): la
seguridad, la esencia] de lo que se espera [griego “elpizomerón” (ἐλπιζομένων): confiar], la
convicción [griego “elencos” (ἔλεγχος): prueba] de lo que no se ve.» (He. 11,1).
La fe como regalo de Dios está basada en la obra de Salvación de nuestro Señor Jesucristo y en su
Palabra. Y siendo de carácter dinámico, la fe nos mueve a lograr sus propios objetivos, los cuales
están alineados con los ideales y ejemplo de vida de nuestro Señor Jesucristo. La fe suscita en
nosotros la firme creencia de que más allá de lo tangible existe Dios cuyo amor es revelado en el
corazón traspasado de Jesús en la Cruz. La fe suscita a su vez el amor en nosotros, transformando
nuestra impaciencia, nuestros temores y dudas en una esperanza segura de que el mundo está en
manos de Dios y que confiadamente podemos descansar bajo su protección, aun ante las
vicisitudes a nuestro alrededor.
Es de resaltar también, que abrazar la fe es una auténtica aventura a causa del abismo infinito que
existe entre el creyente y Dios. La aventura constante de creer en algo que no se ve: Dios es el
esencialmente invisible para los hombres, el que está y siempre estará fuera del campo visual
humano. Por mucho que se alargue ese campo visual humano, y se extiendan sus límites, por
grandes que sean los avances de las ciencias y de la tecnología, Dios seguirá quedando
esencialmente fuera de nuestro campo visual. Todo intento de llegar a Dios, o a la totalidad de la
realidad, que es lo mismo, sólo a través de nuestros sentidos, es inútil y está destinado al fracaso.
La opción para el creyente será no intentar identificar la totalidad de la realidad sólo con aquello
que puede captar con sus sentidos o que la ciencia pueda descubrir, sino más bien, por medio de
la fe, creer que hay Algo o Alguien más allá de lo que puede ver que es precisamente más real que
toda realidad que tiene frente a sus ojos, que la sostiene y da sentido a todo lo demás. De esto se
trata el salto de la fe, de ir más allá de lo que percibimos en la experiencia natural, creyendo que
hay una Realidad que sostiene toda la realidad. Luego, la fe es una opción fundamental ante la
realidad, es una apertura a la realidad, que conviene solo al que confía, al que ama, al que actúa
como hombre. La fe como actitud general, es una decisión con la que afirmamos que la
comprensión del mundo y la existencia humana no puede ser sostenida ni sustentada sólo por lo
visible, y a esto solo se llega por una conversión.
En la carta a los Romanos, el Apóstol Pablo les dice a sus hermanos:
«²⁴ Porque en esperanza [griego “elpidi” (ἐλπίδι): confianza] fuimos salvados; pero la esperanza
[griego “elpis” (ἐλπὶς)] que se ve, no es esperanza (ἐλπίς); porque lo que alguno ve, ¿a qué
esperarlo? ²⁵ Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos.» (Ro. 8,24-25).
Cuando tenemos esperanza es porque tenemos fe, es porque creemos, porque la esperanza, el
creer, la confianza, la entrega y la obediencia son características de la fe. Esto lo vimos reflejado en
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Abraham, que cuando escuchó lo que Dios le pedía lo puso en práctica, es decir, obedeció a Dios;
lo vimos en la santísima Virgen María, que escuchó al Ángel Gabriel, mensajero de Dios, y entregó
su voluntad a Él.
La esperanza, siendo también un estado de ánimo positivo, contribuye a la ordenación de nuestra
voluntad hacia Dios para conseguir los objetivos que a Él le agradan. La esperanza al relacionarse
además con la virtud de la paciencia, la cual no desfallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y
también con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él incluso en la oscuridad.
El Apóstol Pablo también nos habla del Espíritu de Dios que habita en nosotros (cfr. Ro. 8,9; 1 Co.
3,16), y nos señala específicamente en la carta a los Gálatas que «Dios envió a sus corazones el
Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!» (cfr. Gá. 4,6). Vemos en estas palabras que el
Espíritu nos penetra hasta lo más profundo de nuestro ser, y su ley es la que da la vida en Cristo
Jesús pues nos ha librado de la ley del pecado y de la muerte, al recibir un espíritu de hijos
adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! (cfr. Ro. 8,2-16).
El Espíritu Santo, huésped del alma, es la fuente íntima de la vida nueva con la que Cristo vivifica a
los que creen en Él: una vida según la «ley del Espíritu» que, en virtud de la Redención, prevalece
sobre el poder del pecado y de la muerte, que actúa en el hombre después de la caída original. El
mismo Apóstol San Pablo se sumerge en este drama del conflicto entre el sentimiento íntimo del
bien y la atracción del mal, entre la tendencia de la «mente» a cumplir la ley de Dios y la rebelde
tiranía de la «carne» que nos somete al pecado (cfr. Ro. 7,14-23).
Y finalmente el Apóstol Pablo exclama:
«¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (Ro. 7,24).
Sólo el Espíritu de Cristo que da vida es quien nos puede liberar de la muerte. Desde que recibimos
los sacramentos del bautismo y la confirmación, ya poseemos una interioridad rica y fecunda que
nos sitúa en una relación objetiva y original de filiación con respecto a Dios. Nuestra gran dignidad
consiste en que no sólo somos imagen, sino también hijos de Dios, lo cual nos invita a vivir nuestra
filiación con Dios, a tomar cada vez mayor conciencia de que somos hijos adoptivos en la gran
familia de Dios.
El Apóstol Juan nos señala que Felipe le pidió a Jesús, en nombre de los otros que le
acompañaban, que les mostrara al Padre y con eso les bastaría para creer y Jesús le dijo:
«¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a
mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre.?» (cfr. Jn. 14,9).
Jesús nos enseña que Dios Padre es visible en Él, y Pablo nos intuye que también el Espíritu de Dios
se manifiesta en la vida y en la acción del Señor crucificado y resucitado y por eso nos habla del
«Espíritu de Cristo» (cfr. Ro. 8,9), del «Espíritu del Hijo» (cfr. Gá. 4,6) o del «Espíritu de Jesucristo»
(cfr. Fil. 1,19).
También, Pablo nos enseña que no puede haber auténtica oración sin la presencia del Espíritu en
nosotros (cfr. Ro. 8,26-27). Es como decir que el Espíritu Santo, o el Espíritu del Padre y del Hijo, es
ya como el alma de nuestra alma, la parte más secreta de nuestro ser, de la que se eleva
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incesantemente hacia Dios un movimiento de oración, cuyos gemidos indecibles no podemos
expresar con palabras humanas:
«Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como
conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles.»
(cfr. Ro. 8,26).
También nos habla Pablo sobre la relación del Espíritu con el amor de Dios pues este último ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (cfr. Ro. 5,5), por
tanto, éste nos sitúa en el mismo ritmo de la vida divina, que es vida de amor, haciéndonos
participar personalmente en las relaciones que se dan entre el Padre y el Hijo.
Por eso Pablo cuando enumera los diferentes frutos del Espíritu, que es lo último que producimos
como el fruto es lo último que produce el árbol, menciona en primer lugar el amor (cfr. Gá. 5,22-
23). Y, dado que por definición el amor une, el Espíritu es ante todo creador de comunión dentro
de la comunidad cristiana, por eso decimos al comienzo de la misa: «La comunión del Espíritu
Santo esté con todos vosotros» (cfr. 2 Co. 13,14). Por otra parte, también el Espíritu le dicta al
creyente desde el interior, es decir, desde la «ley del Espíritu» (cfr. Ro. 8,2) que está en él, es
guiado en la vida interior a manifestar los frutos suaves y deleitables (cfr. Cant. 2,3), que son
«amor, gozo, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (cfr.
Gá. 5,18-25), y estimulado a entablar relaciones de caridad con todos los hombres. Por eso Pablo
nos muestra en su carta a los Romanos dos exhortaciones: «Sed fervorosos en el Espíritu» (cfr. Ro.
12,1) y «No devolváis a nadie mal por mal» (cfr. Ro. 12,17).
Así que, existe una ley interior, que es la «ley del Espíritu que nos da la vida en Cristo Jesús» (cfr.
Ro. 8,1-2), una ley según la cual hay que vivir, si se quiere «caminar según el Espíritu» (cfr. Gá.
5,25), realizando las obras del Espíritu, no las de la «carne».
Así que, Pablo nos dice que el Espíritu es una prenda de compromiso [arras, garantía, griego
arrabón (ἀρραβὼν)] generosa que Dios nos ha dado como anticipación y al mismo tiempo como
garantía de nuestra herencia futura para alabanza de su gloria (cfr. 2 Co. 1,22; 5,5; Ef. 1,13-14).
Concluimos entonces que la acción interior del Espíritu Santo orienta nuestra vida hacia los
grandes valores del amor, la alegría, la comunión y la esperanza de vida eterna. [cfr. Audiencia
general, Benedicto XVI, miércoles 15 de noviembre de 2006; Audiencia general, S. Juan Pablo II,
miércoles 3 de abril de 1991 y miércoles 10 de abril de 1991].
Con todo este análisis nos hemos dado cuenta de la íntima relación entre la fe, la esperanza y la
caridad, todas ellas y sus características están basadas en el amor de Dios Padre, Dios Hijo y Dios
Espíritu Santo que como un solo Dios habitan en el corazón de nuestro ser. Por tanto, estos temas
que surgen por allí sobre la «Sola Fide» desligada de las obras y de «Salvo siempre Salvo» sin dar
testimonio de las obras, que sostienen algunos grupos religiosos fuera de la Iglesia Católica, con
alguna que otra variante, no tienen ningún fundamento bíblico. Son doctrinas novedosas que
nacieron luego de la revolución liderada por Martín Lutero y concretada a partir del siglo XVI
(1520). Ni los Apóstoles ni los Padres de la Iglesia predicaron alguna vez cosas semejantes.
Pareciera entonces, para estos grupos revolucionarios (que lo trastornan todo), que la Iglesia pasó
por alto estás doctrinas fundamentales para ellos por al menos 16 siglos, las cuales descubrieron
los luteranos hace solo 500 años, unos 28 años después del descubrimiento de América por
Cristóbal Colón.
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La «sola fe» la cual se desliga de las obras es un absurdo absoluto, pues «la fe sin obras es
muerta», tal como lo afirma el Apóstol Santiago (cfr. Stg. 2,14-17), porque si no tenemos fe, como
ya hemos estudiado, no hemos creído en Aquel que vino de Dios, Jesús (cfr. Jn. 1,1; 18,37; Mt.
1,23), desde la profundidad de nuestra alma, y por tanto alejados de Él destruimos nuestro cuerpo
que por ser santo es el templo de Dios y morada del Espíritu, por tanto, Dios no dejará piedra
sobre piedra de este templo si el Espíritu no puede fijar allí su morada (cfr. 1 Co. 3,16-17; 1 Co.
6,19).
Así que, si rechazamos la fe, el Espíritu Santo no podrá habitar en nosotros y nuestro templo
estará vacío, expuesto peligrosamente al pecado, que es igual que la muerte, bien por el error o la
ignorancia que nos conduciría a elegir como bueno lo que es malo y eso nos conduciría finalmente
a la muerte por nuestros delitos y pecados (cfr. Ro. 6,23; Ef. 4,18). Nos explica el Apóstol Pablo que
la fe es un don que sólo proviene por la gracia de Dios y no por el mérito de las obras:
«⁸ Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; ⁹ no
por obras, para que nadie se gloríe.» (cfr. Ef. 2,8-9).
Otra vez, el Apóstol Pablo en la Carta a los Hebreos [por la referencia a Timoteo en el cap. 13,
verso 23] recalca que somos salvos por la fe, y nos confirma que sin fe sería imposible agradar a
Dios (cfr. He. 11,6), y esto lo explica muy bien el Apóstol a ciertas comunidades creyentes en las
que habría cierto número de conversos procedentes del judaísmo que a pesar de haber recibido la
fe desde mucho tiempo atrás, estaban prestando cierta atención a doctrinas extrañas que
conducían a la apostasía (cfr. He. 5,11-14).
La fe es una virtud teologal o Don de Dios que nos es transmitida desde «el nosotros» de la Iglesia
(cfr. 1 Co. 15,1-2; 2 Co. 4,13-14), gracias a la acción del Espíritu Santo que actúa en la Iglesia a
través de cada uno de nosotros (cfr. Jn. 14,26). Sin la Iglesia y sus sacramentos [Bautismo,
Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos, Orden sacerdotal y Matrimonio
(Catecismo # 1210)] no podríamos conocer ni manifestar las obras o frutos del Espíritu Santo;
frutos que el mismo Apóstol Pablo nos enumera en su carta a los gálatas (cfr. Gá. 5,22-23), los
cuales son el testimonio visible de que somos discípulos en comunión con Cristo, que andamos
como Él anduvo, pues oímos y ponemos en práctica su Palabra (cfr. Lc. 6,46-48; 1 Jn. 2,6).
La fe que proviene por el oír de la Palabra de Dios (cfr. Ro. 10,17), nos permite creer en Jesús y
confiar en sus promesas aunque aún no las veamos, y sin ella es imposible agradar a Dios (cfr. Mr.
11,24; He. 11,1.6). Si decimos que creemos en Cristo es porque lo conocemos, confiamos en su
Palabra y la guardamos (cfr. Jn. 8,55; 1 Jn. 2,3.6), y sólo así aseguramos la vida eterna (cfr. Jn. 3,16;
11,25). Si decimos que lo conocemos y no guardamos sus mandamientos, somos mentirosos y la
verdad no está en nosotros (cfr. 1 Jn. 2,4). Sólo si permanecemos en Cristo creemos genuinamente
y veremos la gloria de Dios (cfr. Jn. 11,40; 15,4). Por eso Pablo acertadamente nos enseña que el
justo vivirá por la fe (Ro. 1,17), más esto no quiere decir que Pablo niega las obras que se suceden
a la fe y que son los frutos del Espíritu, pues éstas son, como consecuencia de la fe, una
manifestación de que el Espíritu mora en nosotros y por tanto que estamos unidos a Cristo. Pablo
conociendo el paganismo e impiedad que prevalecía en la cultura romana, en la que convivían
algunos creyentes recién convertidos a Cristo, tanto judíos como gentiles (cfr. Ro. 1,28-32), y la
debilidad de algunos judíos que pretendían seguir viviendo bajo los rudimentos de la «Ley de
Moisés», les hace énfasis en la justificación por la fe (cfr. Ro. 2,12-29) y aclara que la «Ley de
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Moisés» habla a los que están bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede
bajo el juicio de Dios, ya que por las obras de la ley nadie será justificado delante de Dios (cfr. Ro.
3,19-20), y les recalca que ellos han sido justificados gratuitamente por la gracia de Dios, mediante
la redención que es en Cristo Jesús (cfr. Ro. 3,24). Sigue Pablo explicándoles que ahora, no porque
la gracia abunde por la fe, ellos pueden caminar en el pecado, en las «obras de la carne», alegando
que ya la ley es inválida, al contrario, por haber sido bautizados en Cristo Jesús, ellos ya habían
sido bautizados en su muerte, sepultados juntamente con Él para muerte por el bautismo, a fin de
que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también ellos anduviesen en
vida nueva a imitación de Jesús, considerándose muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo
Jesús (cfr. Ro. 6,1-14). Viviendo una real conversión ya no podían vivir en la «carne» sino según el
«Espíritu», si es que el Espíritu de Dios moraba en ellos, es decir, si en ellos había ocurrido la
conversión, porque el que no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Él (cfr. Ro. 8,9). Y los que son
guiados por el Espíritu de Dios serán sus hijos, por lo que habida cuenta de ello pueden llamarlo
Padre, siendo herederos con Dios y coherederos con Cristo si es que padecen juntamente con Él,
para que unidos a Él fuesen glorificados (cfr. Ro. 8,17). Pablo les dice entonces que si confesaban
con su boca que Jesús era el Señor, y creían en su corazón que Dios le levantó de los muertos,
serían salvos. (cfr. Ro. 10,9). Y aquellos que pueden invocar a Jesús son los que han creído después
de escuchar lo que «el nosotros» de la Iglesia les ha predicado luego de haber sido enviados (cfr.
Mt. 28,19-20), dado cuenta de esto, la fe es por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios (cfr. Ro.
10,14-17). Finalmente Pablo, en la carta a los Romanos, guía a los creyentes sobre cómo deben
actuar en el amor, les recalca que no se conformen al obrar del mundo, sino que se transformen
por medio de la renovación de su entendimiento, para que comprueben cuál es la buena voluntad
de Dios, que es agradable y perfecta (cfr. Ro. 12,2), vestidos siempre de Jesucristo, y no dar cabida
a los deseos de la carne (cfr. Ro. 13, 14). Insistimos, eso es lo que se llama conversión. También
Pablo les habla a los creyentes de la región de Galacia, que también venían siendo hostigados por
los judaizantes (cfr. Gá. 1,6-9) y les dice:
«Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo
de esclavitud.» (Gá. 5,1)
Pablo se refiere al yugo de la «Ley de Moisés», al cumplimiento de las obras de la ley, y les dice
que aquellos que pretenden justificarse por la ley, se han apartado de Cristo y han caído de la
gracia, en cambio, ellos por el Espíritu que mora en el corazón de su alma aguardan por la fe la
esperanza de la justicia (cfr. Gá. 5,4-5). Luego Pablo les dice:
«¹⁶ Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. ¹⁷ Porque el deseo de la
carne es contra el Espíritu, y el Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí, para que no
hagáis lo que quisiereis. ¹⁸ Pero si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley.» (Gá. 5,16-18).
Pablo se va despidiendo de los creyentes de la región de Galacia y les dice:
«⁷ No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también
segará. ⁸ Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra
para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna. ⁹ No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a
su tiempo segaremos, si no desmayamos. ¹⁰ Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a
todos, y mayormente a los de la familia de la fe.» (Gá. 6,7-10).
Termina Pablo con estos creyentes de la Galia con esta exhortación:
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«¹² Todos los que quieren agradar en la carne, estos os obligan a que os circuncidéis, solamente
para no padecer persecución a causa de la Cruz de Cristo. ¹³ Porque ni aun los mismos que se
circuncidan guardan la ley; pero quieren que vosotros os circuncidéis, para gloriarse en vuestra
carne. ¹⁴ Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el
mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo. ¹⁵ Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada,
ni la incircuncisión, sino una nueva creación. ¹⁶ Y a todos los que anden conforme a esta regla, paz
y misericordia sea a ellos, y al Israel de Dios.» (Gá. 6,12-16).
Si vivimos en el Espíritu, el Espíritu de Dios morará en nosotros y daremos testimonio de unidad
con Jesucristo para la gloria de Dios mediante la manifestación visible de los frutos del Espíritu,
que se resumen en el amor a Dios y al prójimo como a nosotros mismos (cfr. Mt. 22,36-40), solo
así cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con Él, y se siente en
su trono de gloria, nos dirá a los de su derecha: «Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino
preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de
comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me
cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí (cfr. Mt. 25,31-40)», pues todas
esas obras de caridad que hicimos a nuestros hermanos, que se manifiestan cuando vivimos en el
Espíritu, serán como que las hicimos a nuestro Señor Jesucristo.
Así que, sólo mediante la fe que nos viene de Dios, amamos a Cristo aunque no lo veamos de
manera tangible; cuando creemos en Él y nos alegramos con gran gozo es porque vamos camino a
la salvación (cfr. 1 P. 1,8-9). Seamos entonces imitadores de Cristo a ejemplo de los Apóstoles (cfr.
1 Co. 11,1).
Resumiendo en consecuencia, creer en Jesús por medio de la fe, en su Palabra, es comenzar a
conocerlo, es tener confianza en lo que Él nos ha prometido, es amarlo, imitarlo obedeciendo a su
Palabra (cfr. Jn. 14,15), pues el amor a Dios, es que guardemos sus mandamientos; y sus
mandamientos no son gravosos (cfr. 1 Jn. 5,3). Por eso, cuando tomamos conciencia del amor que
Dios nos ha brindado, nos pesarán las faltas que cometemos, pues son contra Él. El corazón de
nuestra alma se estremecerá ante el horror y el peso del pecado y comenzará a temer el ofender a
Dios por verse separado de Él por causa del pecado. El mirar al que nuestros pecados traspasaron,
convertirá nuestro corazón interior haciéndonos brotar lágrimas por el dolor causado a Jesús. Nos
sucederá como a Pedro, que demostró que amaba a Jesús en muchas ocasiones, como cuando
desenvainó su espada y cortó la oreja de un siervo del sumo sacerdote, que iba entre el tumulto
que prendería a Jesús (cfr. Jn. 18,10), y luego le siguió sigilosamente cuando sus agresores le
llevaban maniatado hasta la casa del sumo sacerdote (cfr. Lc. 22,54; Jn. 8,12), sin embargo,
sucedió que a Pedro lo envolvió el miedo, flaqueó su fe cuando lo identificaron como uno de los
que andaban con Jesús, y lo negó por tres veces; cuando Jesús volteó desde el lugar donde estaba
detenido y miró a Pedro, éste se dio cuenta de su pecado, debió sentir dolor y vergüenza; dicen las
Escrituras que lloró amargamente, signo visible de su arrepentimiento (Lc. 22, 62-62).
San Ambrosio nos dice, hablando de las dos conversiones en el cristiano, que, —en la Iglesia,
existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo [de la primera conversión] y las lágrimas de la
Penitencia [en la segunda conversión o llamada de Cristo a la conversión] —[Epistula extra
collectionem 1 (41), 12].
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Bien nos viene también recordar las palabras del rey David que nos dice que «sólo mediante un
corazón contrito y humillado ofreceremos un verdadero sacrificio a Dios» (cfr. Sal. 51,17.19). Y esto
solo sucede cuando realmente nos hemos convertido a Cristo.
La salvación no es algo instantáneo producido por causa de un decreto inmutable y eterno de
Dios, es un proceso riguroso no mecánico o automático, como decir que Dios lo decretó y ya está;
no es así, éste depende de la libertad humana y de la cooperación del ser humano con la gracia
divina. El ser humano debe elegir libremente el bien y rechazar el mal, y debe esforzarse por vivir
de acuerdo con los mandamientos de Dios. Así podríamos decir que al menos existen tres etapas
fundamentales a seguir por parte del hombre:
- La purificación: el ser humano debe purificar su alma de todo pecado y vicio mediante el
arrepentimiento y la penitencia. - El ser humano debe iluminar su mente con la verdad divina y adquirir la sabiduría necesaria
para conocer a Dios. - El ser humano debe unirse a Dios mediante la contemplación y el amor.
Ciertamente, los decretos de Dios proceden de su soberana y eterna determinación, por tanto,
estos decretos no son forzados por la voluntad humana, estos nacen de la soberanía de Dios: «así
será mi palabra que sale de mi boca, no volverá a mí vacía sin haber realizado lo que deseo, y
logrado el propósito para el cual la envié.» (Is. 55,11). A nosotros nos atañe prestarles la debida
atención a los decretos de Dios, para darles el debido cumplimiento, pues eterna es su
misericordia y Él no abandonará las obras de sus manos (cfr. Salmos 138,8). Sin embargo, hay
quienes carentes del conocimiento y conversión intentan bajo sus propios criterios invalidar los
decretos de Dios mediante artificios hábiles y de forma mañosa, para pretender lograr sus
objetivos en contra de la voluntad de Dios como aquella que dictó en el Paraíso: «Y pondré
enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; esta te herirá en la cabeza, y
tú le herirás en el calcañar.» (Gn. 3,15).
En cuanto a este decreto de salvación, determinado por Dios desde la misma caída del hombre, y
que fue plasmado en el libro del Génesis, éste ha sido atestiguado por Él con señales, prodigios y
diversos dones del Espíritu Santo dados a sus hijos, estableciendo condiciones a lo largo de la
historia de salvación que los hombres deben conocer y satisfacer, pues éstas les permiten validar
si existe o no en ellos la fe y la debida certeza de que Dios es poderoso y fuerte para hacer cumplir
su voluntad, por ende, la conversión debida a Cristo es necesaria para que los hombres
conociendo la Verdad busquen apropiarse de las bondades de los decretos divinos. Uno de los más
admirables milagros de Dios que la humanidad ha podido confirmar durante todo este proceso del
Plan de Salvación es el que a través de la historia, su Palabra de Verdad, ha penetrado en los
corazones de millones de personas a través de hombres justos y de conocimiento sencillo, para
que estas multitudes conozcan su Palabra y decretos, obrando milagros por la espera de lo que
aún no se ve. En verdad, Dios todavía no cesa de obrar milagros en nuestros días por medio de sus
santos en confirmación de la fe.
Veamos algunos de esos requisitos que el hombre ha tenido y tiene que cumplir para merecer el
dictamen de Dios:
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«Vosotros habéis visto lo que he hecho a los egipcios, y [cómo] os he tomado sobre alas de águilas
y os he traído a mí. Ahora pues, si en verdad escucháis mi voz y guardáis mi pacto, seréis mi
especial tesoro entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; y vosotros seréis para mí un
reino de sacerdotes y una nación santa.» (cfr. Ex. 19,4-6). Resaltemos la expresión SI EN VERDAD
ESCUCHÁIS MI VOZ Y GUARDÁIS MI PACTO…
«Nadie, que después de poner la mano en el arado [para labrar] mire atrás, es apto para el Reino
de Dios.» (cfr. Lc. 9,62). Resaltemos la expresión NADIE QUE MIRE ATRÁS ES APTO…
«Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo.» (cfr. Mt. 24,13). Resaltemos el verbo
PERSEVERAR…
«Si me amáis cumplid mis mandamientos.» (cfr. Jn. 14,15). Resaltemos la expresión SI ME AMÁIS
CUMPLID…
«No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la
voluntad de mi Padre.» (cfr. Mt. 7,21). Resaltemos la expresión SINO EL QUE HACE LA
VOLUNTAD…
«Siendo herederos con Dios y coherederos con Cristo si es que padecen juntamente con Él.» (cfr.
Ro. 8,17). Resaltemos la expresión SI ES QUE PADECEN JUNTAMENTE…
«Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros aún.» (Jn.
6,53). Resaltemos la expresión SI NO COMÉIS… Y NO BEBÉIS… NO TENÉIS VIDA…
«³⁶ Porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la
promesa.» (He. 10,36). Resaltemos la expresión PARA QUE HABIENDO HECHO LA VOLUNTAD DE
DIOS OBTENGÁIS…
«Pero nosotros no somos de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para
preservación del alma.» (He. 10,39). Resaltemos la expresión NO SOMOS DE LOS QUE
RETROCEDEN…
«De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente,
será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor.» (cfr. 1 Co. 11,27). Resaltemos el adverbio
INDIGNAMENTE…
«Juicio sin misericordia se hará con aquel que no hiciere misericordia.» (cfr. Stg. 2,13). Resaltemos
la expresión No hacer MISERICORDIA.
Así que si pretendiendo burlarnos de Dios moviéndonos sólo hacia el pecado y querer apropiarnos
de la salud de sus decretos sin acercarnos a Él, realmente no tenemos a Cristo ni al Espíritu Santo
en el corazón de nuestra alma, no hemos llegado a la conversión y debemos saber qué de Dios
nadie se burla (cfr. Gá. 6,7-8), solo los necios y descendientes de la mentira lo hacen (cfr. Is. 57,4).
Estos intentos de burlar a Dios no son nuevos, Jesús señaló a los fariseos de querer saltarse la «Ley
de Moisés» [Alrededor de 613 mandamientos extraídos de los cinco libros de la Torá —en hebreo
“Jamishá Jumshéy Torá” (חֲמִשָּׁה חֻמְשֵׁי תּוֹרָה)—, incluyendo los 10 inscritos en tablas de piedra], que
fue establecida por Dios en la Antigua Alianza (cfr. Gá. 3,23-24), mediante otra ley creada por ellos
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[Estas enseñanzas adicionales se compilaban en lo que se llama en hebreo Midrash (מִדְרַשׁ)], con la
pretensión de invalidar a conveniencia el cuarto mandamiento (cfr. Ex. 20,12; Ef. 6,2-4), bajo el
subterfugio del compromiso con el Corbán [hebreo (קָרְבָּן): una ofrenda a Dios]. Por esta nueva ley,
los fariseos intentaban burlar a Dios, convalidando el que sí tenían comprometida su ofrenda para
el altar de Dios, tenían la excusa de decirle a sus padres: «no os puedo ayudar porque ya ofrecí a
Dios la ofrenda con la que podría hacerlo». Ellos no borraron el cuarto mandamiento, ellos eran
astutos y sabían que no podían hacerlo, porque si Dios era eterno su Palabra lo era también (cfr.
Sal. 102,25-27; Is. 40,8) y ese atributo de Dios lo empleaban como figura para denotar la
estabilidad permanente de la revelación del Antiguo Testamento (cfr. Sal. 119,89-93; Jer. 33,25-
26), por eso no podían borrar nada establecido en la ley, ni una tilde, pero, sin embargo,
intentaban invalidar el mandamiento mediante estos subterfugios de leyes creadas por ellos (cfr.
Mc. 7,9-13).
Estamos de acuerdo en cuanto a que si tenemos fe y por tanto creemos y nos confiamos a Jesús,
seremos salvos por esa fe y que nadie nos podrá borrar de libro de la vida (cfr. Ro. 8,38-39; Ap.
20,15; 21,27). Pero esa fe tiene que ser no fingida, tiene que manifestarse en el deseo de ser
nacido de nuevo para ser llenados por el Espíritu Santo (cfr. Jn. 3,3).
«²² Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la Verdad, mediante el Espíritu, para el
amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro, ²³ siendo
renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la Palabra de Dios que vive y
permanece para siempre.» (1 P. 1,22-23).
Así que, siendo prudentes, debemos asegurarnos que nuestra fe sea genuina, que hayamos
purificado nuestras almas por la obediencia a la verdad mediante el Espíritu, y para ello nada
mejor que considerar examinar cuan ajustados estamos a estas condiciones que requieren los
decretos de Dios para que sus fines se cumplan en nosotros y poder gozarnos de las promesas que
estos nos regalan.
El Apóstol San Pablo nos hace las siguientes acotaciones:
«No hay condenación para los que viven en Cristo, que no andan conforme a la carne, sino
conforme al Espíritu.» (cfr. Ro. 8,1).
«Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en
las cosas del Espíritu.» (cfr. Ro. 8,5).
«³⁶ Porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la
promesa. ³⁷ Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará. ³⁸ Mas el justo vivirá
por fe; y si retrocediere, no agradará a mi alma. ³⁹ Pero nosotros no somos de los que retroceden
para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma.» (He. 10,36-39).
«Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en
vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Él.» (Ro. 8,9).
Conviene revisar todas estas alertas que nos da el Apóstol para que valoremos si nuestra fe viene
del Espíritu y no de nuestras emociones mentales, y conozcamos cuál es la voluntad que quiere
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Dios, agradable y perfecta, para nosotros (cfr. Ro. 12,2), de esta forma, nos permitiremos hacer los
ajustes necesarios para corregir cualquier desviación de conducta que nos pueda alejar de Dios.
Mediante el arrepentimiento, la confesión y la oración de penitencia, y también por ese deseo
interno que tenemos de alabar a Dios y reconocer su potestad le damos valor a nuestra fe. Sólo de
esta forma hacemos válido el consejo del Apóstol Pablo:
«¹² No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus
concupiscencias; ¹³ ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de
iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros
miembros a Dios como instrumentos de justicia. ¹⁴ Porque el pecado no se enseñoreará de
vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia.» (Ro. 6,12-14).
El Apóstol Juan, discípulo amado de Jesús, nos da otro indicador que corrobora cuan cerca o lejos
estamos de seguir las enseñanzas de Jesús y que son acordes a las palabras que de Él nos
retransmite Pablo. Juan nos dice que:
«Si decimos que tenemos comunión con Dios y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos
la Verdad.» (1 Jn. 1,6).
El Apóstol Juan, nos afirma a continuación que:
«Sólo si andamos en la luz, como Dios está en la luz, tendremos comunión los unos con los otros, y
la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpiara de todo pecado.» (cfr. 1 Jn. 1,7).
Otro Apóstol de Jesús, Santiago, muy querido por Él, dando también testimonio de sus palabras
nos da otro indicador y nos dice que:
«Si perseveramos bajo la prueba, una vez que hayamos sido aprobados, recibiremos la corona de
la vida que el Señor ha prometido a los que le aman.» (cfr. Stg. 1,12).
También en la carta a Timoteo, discípulo de Pablo, éste le reitera la misma enseñanza:
«Si perseveramos reinaremos con Cristo, pero si le negamos Él también nos negará.» (2 Ti. 2,12).
Existe pues en el primer siglo un consenso general en los Apóstoles y que transmitieron a sus
discípulos, sobre las enseñanzas de Jesucristo, en cuanto a la necesidad del conocimiento y la
perseverancia en la fe. La perseverancia como parámetro de calibración de la fe, nos permite
evaluar si andamos por el real sendero de salvación, si no perseveramos estaríamos rechazando
ese regalo precioso que nos hizo Dios Padre en la persona de su Hijo Unigénito Jesucristo, quién
dando su vida por nosotros llevó nuestros pecados en la Cruz, para que alcancemos la promesa de
Salvación (cfr. 1 P. 2,24).
Sin embargo, si nos dejamos tentar y seducir por nuestra propia concupiscencia (cfr. Stg. 1,12-14),
como le sucedió a Pedro que negó a Jesús por tres veces [quien sin embargo fue perdonado y
confirmado por Cristo como líder de los Apóstoles y de toda su grey (cfr. Jn. 21,15-17)], la mirada
compasiva de Jesús estará sobre nosotros esperando nuestro arrepentimiento con un verdadero
espíritu de contrición [lo cual implica tres actos de nuestra voluntad: dolor del alma,
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aborrecimiento del pecado y propósito de enmienda] y la confesión de nuestras culpas (cfr. Lc.
22,54-62), y cuando lo hagamos, Dios es justo para perdonarnos (cfr. 1 Jn. 1,9-10) y nos abrazará
como lo hizo el padre del hijo pródigo (quien es presentado como figura de Dios Padre), y hará
fiesta en nuestro honor (cfr. Lc. 15,20-24).
En la medida en que crezcamos en el amor, durante ese proceso que conlleva la fe, creceremos
también en santidad, y podremos soportar cada vez más las tentaciones. El Apóstol Pablo
confirma esta apreciación:
«Pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará
también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar.» (cfr. 1 Co. 10,13).
Y si hemos nacido de Dios, si hacemos consciente nuestra conversión, venceremos al mundo (cfr. 1
Juan 5,4). Como creyentes no podemos evadir nuestras responsabilidades, debemos permanecer
firmes en la fe, creciendo en ella, amando a Jesucristo, pues si estamos unidos a Él en la semejanza
de su muerte, también lo estaremos con Él en la semejanza de su resurrección, por tanto,
buscaremos las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la derecha de Dios (cfr. Ro. 6,5; Co.
3,1-4). De ninguna manera podemos seguir viviendo como antes. Si no procuramos las cosas de
arriba y fijamos la mirada en las cosas de la tierra, que antes nos envolvían, ya sabemos a dónde
podríamos caer por la eternidad (cfr. Mt. 13,48-50; 18,8-9; 25,41; Ap. 10, 20.14-15; Mt. 8,12;
22,13; 25,30).
El Apóstol Pablo aconseja a Timoteo:
«¹¹ Mas tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas [el pecado], y esmérate en seguir la justicia, la
piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre. ¹² Pelea la buena batalla de la fe, echa mano
de la vida eterna, a la cual asimismo fuiste llamado, habiendo hecho la buena profesión delante de
muchos testigos.» (1 Ti. 6,11-12).
De esta manera Pablo nos pide que huyamos del amor a las cosas de la carne, y nos encarece que
permanezcamos firmes en la fe, que hagamos un esfuerzo en seguir la buena batalla de la fe junto
al amor; que seamos constantes en la justicia, que echemos mano a la vida eterna (cfr. 1 Co.
16,13; 1 Ti. 6,11).
Así que, queridos hermanos ¿de qué obras reniega Pablo?, pues no de las obras del Espíritu, sino
de las obras de la «Ley de Moisés» que los judaizantes se empeñaban en hacer guardar entre los
recién convertidos a Cristo. El Apóstol Pablo no renegaba de las obras manifiestas por el Espíritu
pues éstas serán contadas y probadas por fuego (cfr. 1 Co. 3,13-16). Las obras manifiestas del
creyente son una valoración de su fe, son fruto de la actividad del Espíritu Santo que mora en él.
Por eso el Apóstol Santiago, uno de los tres discípulos que estuvieron muy cercanos a Jesús, junto
a Pedro y Juan (cfr. Lc. 9,28-36), nos dice:
«¹⁸ Pero alguno dirá: tú tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré
mi fe por mis obras. ¹⁹ Tú crees [griego piesteueis (πιστεύεις): tener confianza] que Dios es uno;
bien haces. También los demonios creen [griego pisteuousin (πιστεύουσιν)], y tiemblan.» (Stg.
2,18-19).
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Los ángeles caídos, que en el principio estuvieron delante de Dios sin pecado alguno (cfr. Gn. 1,31)
conocieron a Dios, sin embargo, pecaron por la falta de una voluntad ordenada a su Creador, lo
cual desencadenó en ellos la soberbia que los llevó a querer ser iguales a Dios (cfr. Is. 14,12-14),
siendo arrojados fuera del lugar que ocupan las huestes celestiales. Ellos gozando de
incorruptibilidad ontológica no estaban sujetos a los cambios ni a las pasiones que entorpecen la
voluntad como nos sucede a nosotros, por ello su pecado fue mayor al de los hombres cuando
voluntariamente no se sometieron a la regla de la voluntad divina. Ellos aunque hechos un poco
mayores que nosotros (cfr. Sal. 8,5), como creaturas de Dios también estaban llamados a sujetarse
a la voluntad de su Creador. Ellos también creen pero su soberbia les impidió servir a Dios, no
tuvieron una voluntad ordenada a la de su Creador. Así que, el «creer» para nosotros no debe ser
como el de los ángeles caídos, debe estar asociado a una fe ordenada hacia la voluntad de Dios. Y
ese misterio de Dios revelado, que es Jesucristo, nos llama a obedecer a la fe (cfr. Ro. 1,4-5), de
otra forma nuestra creencia y nuestra fe serán fingidas. Y no tenemos excusas para no creer
soportados en la fe, pues Dios según su beneplácito, se propuso a sí mismo reunir todas las cosas
en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así como las que están en los cielos
y en la tierra, y en Él hemos oído la palabra de verdad, el evangelio de nuestra salvación, y
CREYENDO en Él, hemos sido sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que son las arras (el
compromiso, la garantía) de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para
alabanza de su gloria (cfr. Ro. 16,15-26; Ef. 1,13-14; Natalia Jakubecki, Dra. en Filosofía, “El
problema cronológico de la caída angélica en Tomás de Aquino”. Studium. Filosofía y Teología 34,
2014, pp. 380-384).
El Apóstol Santiago está tan claro como lo está el Apóstol San Pablo, nadie puede hacer alarde de
su fe sin mostrar las obras del Espíritu, sería una persona mentirosa, que no está en la verdad,
pues en aquel que tiene fe habita el Espíritu Santo y Éste manifestará en él sus frutos. Recordemos
que el Espíritu Santo es la tercera persona de la Trinidad, por tanto es dinámico, nunca ha estado
quieto; desde el principio Él se movía sobre la superficie de las aguas (cfr. Ge. 1,2), por el poder del
Espíritu Santo fue engendrado Jesús, Dios con nosotros hecho hombre (cfr. Lc. 1,30-35), por el
poder del Espíritu Santo María y los discípulos reunidos en el Aposento Alto fueron llenos de su
poder (cfr. Hch. 2,3-4), por tanto, la espiritualidad de una persona en la que mora el Espíritu tiene
que ser también muy dinámica. El Apóstol Pablo mantuvo siempre esta espiritualidad dinámica y
la cuenta así:
«¹² No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir
aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. ¹³ Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo
ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a
lo que está delante, ¹⁴ prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo
Jesús.» (Fil. 3, 12-14).
Pablo nos dice previamente que él tenía de qué confiar en la carne, pero esas cosas que eran para
él ganancia, las dio por perdidas por amor y por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús,
queriendo ser hallado en Él, no teniendo su propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la
fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe; a fin de conocerle, y participar de sus
padecimientos, queriendo ser semejante a Él en su muerte, y en alguna manera llegar a la
resurrección de entre los muertos, no cree que ya es perfecto y por tanto sigue tratando de lograr
aquello por lo cual fue enganchado por Cristo Jesús, y mirando siempre lo que está delante
prosigue hacia la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.
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Esa fue la conversión de Pablo y debería ser el modelo de conversión de todo cristiano, buscar
estar lleno siempre del Espíritu Santo, vivirlo en cada momento de su vida, teniendo siempre un
motivo para alabar y adorar a Dios, para amar y obrar en favor del prójimo, para cumplir su
compromiso de llevar muchas almas al conocimiento de la Verdad, dando testimonio de su fe por
medio de su unidad con Cristo, al andar como Él anduvo. Por los frutos del Espíritu con los que
adornó Pablo su vida, siempre pudo mostrar su fe.
El Apóstol Santiago, nos dice también:
«¹² Así hablad, y así haced, como los que habéis de ser juzgados por la ley de la libertad [la ley de
Cristo].¹³ Porque juicio sin misericordia se hará con aquel que no hiciere misericordia; y la
misericordia triunfa sobre el juicio.» (Stg. 2,12-13).
Jesús nos dice, que una vez que tomemos el arado, no miremos hacia atrás, no quiere que nos
descuidemos, quiere que miremos siempre adelante y nos centremos en el labrado para no
desviar los surcos, preparar bien la tierra, sembrarla y cultivar los buenos frutos, porque de no
hacerlo no seremos dignos del Reino de Dios, por tanto, seremos llevados a un lugar de oscuridad.
(Mt. 8,12; 22,13; 25,30).
Jesús también nos dijo:
«²³ El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a Él, y haremos
morada con él. ²⁴ El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que habéis oído no es
mía, sino del Padre que me envió.» (Jn. 14,23-24).
Por eso sabemos que muchas personas realmente no creen, no adoran ni esperan en Jesús,
tenemos la evidencia, y es que no muestran los frutos de su conversión, han rechazado la fe que
es un don de Dios y han dejado de hacer su voluntad, pues si predicamos que no importa lo malo
que hagamos después de creer en Cristo, estamos mintiendo y queremos justificar nuestra falta de
perseverancia en la fe. Si alegando que seguiremos siendo salvos y siempre salvos por decreto de
Dios, sin atender su llamado, que nos recuerda Pablo, de obedecer a la fe (cfr. Ro. 1,4-5) y sin
manifestar las obras del Espíritu, estamos engañándonos haciendo teatro, no hemos recibido la
Palabra de la Iglesia de Cristo, sino que hemos estado atendiendo a falsos maestros, muchos de los
cuales no pueden demostrar sucesión apostólica por imposición de manos (2 P. 2, 1-4; 2,12-19; 2
Jn. 1,10; Gá. 1,6-8; 1 Ti. 6,3-5; 2 Ti. 4,3; 1 Ti. 4,14; 2 Ti. 1,6; Hch. 6.6; 13,3). Si no perseveramos en
la fe no hemos nacido de nuevo, el amor de Cristo y de su Espíritu no estará en nosotros, no le
habremos conocido, nuestra fe sería falsa, sería sólo apariencia, y por tanto no sabríamos cómo
agradar a Dios guardando su Palabra ni podríamos obrar de acuerdo a su voluntad, dando como
consecuencia malos frutos debido a la ausencia del Espíritu Santo en nosotros.
La fe no es solo decir yo creo, el creer tiene que venir desde la fe. Es una confianza completa en
Dios, acompañada de acción. Es más que desear, es más que simplemente un sentimiento
emocional. El Apóstol Pablo bien nos lo enseña:
«Porque por fe andamos, no por apariencia [griego eidús (εἴδους)].» (2 Co. 5,7).
De manera que Pablo en su carta a los fieles de Tesalónica les aconseja alejarse de toda apariencia
de mal pues no podemos convivir con el pecado:
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«Absteneos de toda apariencia [griego eidús (εἴδους)] de mal.» (1 Ts. 5,22).
Así que si tenemos fe, nuestra vida por medio del Espíritu tendrá una transformación total, dando
testimonio del poder que viene de Dios que nos muestra como nuevas creaturas, conformados a
su imagen y semejanza, siendo moldeados cada día por el poder del Espíritu. El Apóstol Pablo, que
por experiencia personal se convirtió de perseguidor a Apóstol y luego también en perseguido por
la causa de Cristo (cfr. 2 Co. 11,23-33) nos dice como será nuestra transformación por el Espíritu:
«Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor,
somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor.» (2
Co. 3,18).
La fe es más que creer, es una confianza completa en Dios, acompañada de acción. La fe no es un
mero asentimiento intelectual del hombre a las verdades particulares sobre Dios, es un acto con el
cual nos entregamos libremente a un Dios que es Padre y que nos ama, es adhesión a un Dios que
nos da esperanza y confianza. Esta unión con Dios no carece de contenido: con ella, sabemos que
Dios se ha revelado a nosotros en Cristo, quien hizo ver su rostro y se acercó realmente a cada uno
de nosotros. La fe es ante todo el orden de la razón, algo sin lo que ésta pierde la medida y la
capacidad acerca de sus propios fines. La fe se dirige a la razón y en ella se apoya, a la vez que se
constituye en su mejor fiadora. La fe será una relación con la razón que engendra conocimiento.
El amor que surge en nosotros forma parte de la esencia de la fe, es un amor comprensible, que
no se contenta con darle al otro pan, sino que le enseña también a obtenerlo. Por eso, la fe quiere
ser un abrir los ojos, un abrir al hombre a la verdad sacándole la venda de los ojos que lo sumerge
en la oscuridad. Cuando creemos por medio de la fe en Jesús no estamos creyendo a un hombre
cualquiera sino en el que es el Logos, la Palabra de Dios, Dios hecho hombre, en el que se encierra
el sentido del mundo: su Verdad. Y esa relación con Jesucristo trae también consigo un
conocimiento que nos conduce irremisiblemente hacia la Verdad, que nos lleva a la
transformación de todo nuestro ser.
No puede haber ninguna discordancia en el Evangelio con respecto a la necesidad de
perseverancia en la fe, ya que ésta, mediante el amor, nos mantiene ligados a Jesucristo y
exhibiendo las obras del Espíritu como testimonio de que Él mora en nosotros. Por otro lado, las
Escrituras han sido inspiradas por Dios y no puede existir en ellas alguna contradicción o
confusión, la confusión junto a la ambigüedad, la mentira y la hipocresía son propias del demonio
(cfr. 1 Co. 14,33; 1 Ti. 4,1-3), pues la fe en Cristo es una sola y se basa en la Verdad (cfr. 2 Ti. 3,16-
17). Seremos juzgados por la «Ley de la Libertad», que es la ley de Cristo, no por la «Ley de
Moisés», y tendremos juicio sin misericordia si no tenemos el amor y la misericordia, que
provienen de la fe. La fe la manifestamos a nuestros hermanos de manera tangible mediante las
obras de amor y caridad (cfr. 1 Jn. 4,20-21) que son fruto del dinamismo de la vida de la Trinidad
en nuestro interior. En ningún lugar de las Escrituras se señala que las obras de caridad o de amor
no son importantes para el creyente, pues ellas son las que testifican que quien cree
verdaderamente en Jesús camina en el Espíritu, con una fe viva en Dios en quien ha confiado.
Nuestro Señor Jesucristo nos afirma:
«Les aseguro que el que cree en mí también hará las obras que yo hago y aun las hará mayores,
porque yo vuelvo al Padre.» (Jn. 14,12).
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Por la proclamación que hagamos del Evangelio de Cristo haremos grandes milagros y traeremos a
la vida a miles de aquellos que están muertos en sus delitos y pecados, sanando también
físicamente a muchas personas mediante las peticiones que hagamos a Dios Padre, a nuestro
Señor Jesucristo, al Espíritu Santo, y a los justos de Dios (cfr. Lc. 11,2-4; Jn. 14,13; Ro. 8,26; St.
5,16; Lc. 7,2-10).
Dios Padre nos ha lanzado un «Salvavidas» que es Jesucristo para que lo tomemos en medio de las
«aguas turbulentas de este mundo» que abundan en pecado, de esta forma Él se dispone a
rescatarnos para llevarnos hacia un «lugar seguro», su Iglesia, si nos aferramos a Jesucristo, si
confiamos que Él nos ha salvado, Él no nos desamparará (cfr. He. 13,5), pero si nos envuelven el
temor y las dudas, nos pasará como a Pedro, cuando caminaba sobre las aguas ante el llamado de
Cristo a caminar con Él sobre ellas. La turbulencia de las aguas y la oscuridad reinante le hicieron
entrar en pánico y Pedro comenzó a hundirse, sin embargo, Jesús le tendió su mano y pudo
llevarlo a salvo con Él hacia la barca donde estaban esperando los otros discípulos (cfr. Mt. 14,29-
33). Así que, si por nuestros temores y debilidad caemos en el pecado, no dejemos de mirar a
Cristo pues el estará siempre atento para tendernos su mano.
También se puede dar otro caso, el de pecar deliberadamente después de haber recibido el pleno
conocimiento de la Verdad. En este caso estaremos pisoteando la sangre del Sacrificio de Cristo, la
sangre de la Nueva Alianza, esto es bastante grave pues estamos rechazando el Sacrificio de Cristo
y sabemos que después de ese Sacrificio ya no queda otro sacrificio por el pecado, sino sólo una
terrible espera de juicio y del arder del fuego que devora a los adversarios de Cristo (cfr. He. 10,26-
29). De manera que pidamos a Dios nos libre de caer en esta situación de pecado deliberado y nos
de la fortaleza para perseverar en la fe.
La Salvación está allí a la mano, frente a nosotros, Dios nos la presenta, es nuestra opción
aceptarla o rechazarla pues Dios nos hizo conforme a su semejanza, la cual vemos reflejada en la
humanidad restaurada del hombre en Cristo Jesús (cfr. Col. 1,15; 2 Co. 4,4), y nos dio libertad para
tomar decisiones (cfr. Gn. 1,26-27; 3,22-23), sin embargo, si en nosotros no mora el Espíritu Santo
que nos conecta a Dios, no tendremos el auxilio sobrenatural necesario para tomar una decisión
apegada a su Voluntad. La mejor opción siempre va ser aceptar el Plan de Rescate que nos ha
ofrecido Dios en Jesucristo, y para eso tenemos que crecer en la fe y aceptar el amor de Dios (cfr. 1
Jn. 4,10). Cuando aceptamos ese regalo, ese don de Dios, es cuando comienza nuestro proceso de
santificación camino a la salvación por medio del Espíritu Santo, quien nos ayudará con su poder a
soportar nuestras cargas, pues es nuestro consolador, a manejar nuestras dificultades y
sufrimientos durante ese camino difícil, tal como Cristo llevó nuestras cargas en sus hombros, en
la Cruz del Calvario (cfr. Mt. 11,29-30; 16,24); no estaremos solos en esa lucha, Jesús será nuestro
Cirineo y el Espíritu Santo nuestro consolador. Dios nos irá perfeccionado en este camino de
Salvación por medio de los dones y frutos del Espíritu Santo.
Los dones del Espíritu, los recibimos de Cristo al cual pertenecen en su plenitud, están disponibles
permanentemente en nosotros haciéndonos dóciles para seguir y obedecer los impulsos del
Espíritu Santo, llevando también a la perfección las virtudes del entendimiento y la voluntad, las
cuales regulan los actos, ordenan las pasiones y guían la conducta según la razón y la fe, de
aquellos que aceptan recibirlos. Estos dones son siete: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza,
ciencia, piedad y temor de Dios (cfr. Is. 11,1-2; Cat. # 1830; 1831).
16
Los frutos del Espíritu Santo nacen en el alma por la semilla de la gracia del Espíritu Santo, por
tanto, son perfecciones que forma en nosotros el mismo Espíritu como primicias de la gloria
eterna, y que de manera permanente nos hacen dóciles para seguir los impulsos del Espíritu, estos
son doce de acuerdo a la tradición plasmada en la Vulgata Latina: caridad, gozo, paz, paciencia,
longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad (cfr.
Gá. 5,22-23; Cat. # 1832-1834).
Mediante el desarrollo de nuestras virtudes y la propagación de los frutos del Espíritu, en virtud de
las gracias de Espíritu Santo, seremos reconocidos como discípulos de Cristo pues no se recogen
uvas de los espinos ni higos de los abrojos (cfr. Mt. 7,16).
Dios ha dispuesto desde un principio un Plan de Salvación por medio de su Hijo Unigénito
Jesucristo (cfr. Gn. 3,15), y nos ha auxiliado por medio del Espíritu Santo (cfr. Jn. 14,18-31). Este
Plan de Salvación podríamos resumirlo en siete etapas:
- Iluminación primaria de nuestra mente con la verdad divina y adquisición de la sabiduría
necesaria para conocer a Dios, fe para creer en Jesús como el Hijo de Dios y la confianza para
esperar en sus promesas (Ro. 10, 16; Jn. 3,16; 14, 2-3.16.27). - Arrepentimiento de los pecados y penitencia (cfr. Hch. 2,38).
- El bautismo para el perdón de los pecados (cfr. Mr. 16,15-16; Ro. 6,3-4).
- Unión a Dios mediante la contemplación y el amor (Lc. 23,48).
- Confesar a Cristo ante los hombres (cfr. Mt. 10,32-33; Hch. 8,37).
- Perseverar en la fe para que sobreabunden los dones y frutos del Espíritu que dan testimonio de
nuestra pertenencia a Jesús. (He. 10,36-39; Stg. 1,12). - Recibir el galardón que Dios nos ha prometido por haber recibido con gratitud y reverencia su
regalo de amor. (cfr. He. 12,28).
Terminemos con estas palabras de nuestro Señor Jesucristo:
«Y vosotros no le habéis conocido [a Dios], pero yo le conozco; y si digo que no le conozco seré un
mentiroso como vosotros; pero le conozco y guardo su Palabra.» (Jn. 8,55).
VIVA CRISTO REY Y MARÍA SU SANTA E INMACULADA MADRE